Durante siglos se nos ha enseñado que Jesús murió para el perdón de nuestros pecados. Esta idea, aunque arraigada en el dogma religioso, ha desviado muchas veces la mirada del verdadero mensaje transformador que Jesús vino a encarnar: recordarnos que somos mucho más que un cuerpo físico, que somos vida eterna, conciencia divina manifestada en forma humana.
La palabra «resurrección» significa volver a la vida. Si partimos de esa definición, podemos ver que la resurrección de Jesús no fue simplemente un acto sobrenatural destinado a demostrar su divinidad, sino una señal clara de que la vida no termina con la muerte del cuerpo. Fue una prueba de que la conciencia, el alma, el espíritu, como queramos llamarlo, continúa más allá de lo físico.
Jesús no vino a decirnos «mírenme, yo soy distinto», sino todo lo contrario: «mírenme, yo soy como ustedes, y ustedes pueden recordar quiénes son si se liberan del miedo, del juicio, del olvido».
Desde el Génesis se dice que el ser humano fue creado “a imagen y semejanza de Dios”. Esta frase ha sido repetida por siglos, pero pocas veces comprendida en profundidad. ¿Qué significa ser semejantes a Dios?
No se trata de una imagen física, sino de una naturaleza compartida. El ser humano posee la misma esencia que su Creador: capacidad de amar, crear, transformar y permanecer consciente más allá del tiempo. Jesús vino a recordarnos esto. No para ocupar un lugar inalcanzable, sino para mostrarnos lo que también somos capaces de ser y vivir.
Una forma sencilla y poderosa de entender esta unidad con lo divino es imaginar a Dios, o mejor dicho, a la Consciencia del Todo, como un pastel infinito, sin bordes, sin límites. Un pastel formado por partículas de azúcar, de harina, de cacao, de grasa, de polvo de hornear… todas distintas, pero perfectamente integradas. Si lleváramos ese pastel a un laboratorio y pidiéramos que nos devuelvan las partículas exactas de cada ingrediente, nos dirían que es imposible. Una vez cocido, todo se ha fusionado en una sola masa indivisible. No importa si alguna parte del pastel tiene más cacao o más azúcar, todas pertenecen a la misma esencia. Así somos nosotros: partículas únicas, pero inseparables del Todo. No hay forma de extraernos de esa unidad, aunque tengamos características distintas.
Jesús, al resucitar, no solo mostró que la vida no muere, sino que la chispa divina que somos no puede separarse jamás del origen del que proviene. Somos eternamente parte del Todo. Su vida fue una invitación a recordar esa verdad.
No vino a fundar una religión. Vino a sembrar un recuerdo: que la verdadera muerte no es la física, sino el olvido de lo que somos. Y que siempre es posible “resucitar” a una vida plena, consciente, amorosa, desde el reconocimiento de nuestra naturaleza divina.
Ese es el verdadero milagro: despertar.
¡Ama tu vida y que la Paz esté contigo!
